La vuelta a clases y la política del “háganse cargo”

¿Qué necesitan las escuelas para reabrir sus puertas? ¿Qué condiciones deben cumplirse para que la vuelta a la presencialidad no implique un riesgo para las familias y los docentes?

Por Silvia Grinberg – Directora del Laboratorio de
Investigación en Ciencias Humanas de la UNSAM

En todos los países, la gestión de la escuela en esta pandemia fue y es compleja. La birome, el dulce de leche y el colectivo pueden ser argentinos, pero la dificultad y la incertidumbre en la gestión del sistema escolar desde el inicio de la pandemia fue y es compleja en todas partes; no es un problema hecho en casa. El aislamiento y el cierre de escuelas fue una decisión que los países tomaron: algunos volvieron en forma de burbuja, otros reabrieron con rigurosos protocolos y otros tomaron decisiones ajustadas a las curvas de contagios. Todo eso en los países del norte, a los que solemos mirar y poner como ejemplo.

Algo similar respecto de la escuela en casa. No hay que preguntar mucho para constatar que tanto a las familias como a las escuelas les ha costado construir la escuela virtual y que todos los países buscan modos de volver a la presencialidad. Tampoco son los docentes argentinos los que, con recelo, miran la vuelta. Ahora sí, tanto la continuidad pedagógica como la apertura de las escuelas involucra políticas estatales activas que, de ningún modo, deben descansar en las espaldas de docentes, directivos y familias. Abrir o no abrir las escuelas no es la cuestión, sino asegurar las condiciones necesarias tanto para volver a la presencialidad como para que algo del orden de lo digital pueda ser posible.

aula vacia

¿Qué hace que una escuela sea escuela? Aquí yace la cuestión: no en abrir las escuelas, sino en establecer qué necesitan para poder abrir sus puertas y que la continuidad pedagógica no sea cosa de héroes y heroínas. Poco hemos escuchado sobre esta cuestión. La vuelta a la presencialidad parece depender de buenos y malos sobre la base de una un fuerte llamado a las instituciones a “hacerse cargo”. ¡Sé libre, organizate, encontrá tu camino y abrí la escuela! ¡Just do it!

Abrir la escuela se traduce en pedir a lxs directivos que se vuelvan epidemiólogos. No lo son, no lo serán ni sería bueno que lo fueran porque, entonces, dejarían de ser buenos docentes/directores. Conocer a su comunidad no alcanza para garantizar las condiciones sanitarias mínimas y que la vuelta a clases no sea un salto al vacío. Nadie en su sano juicio puede acompañar estas políticas sin más. De hecho, hasta sería irresponsable hacerlo.

Desde la vuelta a la democracia, el crecimiento de la matrícula escolar y la creación de nuevas escuelas es un hecho, pero un hecho que ocurrió de un modo en que a las ya existentes desigualdades se sumaron nuevas, propias del capitalismo flexible, la sucesión de crisis —en eso sí tenemos suma experiencia acumulada— y la fuerte fragmentación urbana que, sin duda, tuvo y tiene una expresión clara en el sistema educativo —pero esto siempre queda para otro momento—. La pandemia trajo nuevas desigualdades y, en medio de ellas, enseñar y aprender se volvió una tarea titánica para familias y docentes.

La infraestructura escolar es una de las formas de la exclusión escolar menos habladas pero más acuciantes en este presente de pandemia. De esa fragilidad vienen haciéndose cargo las escuelas desde hace decenios. Para muchas, volver a la presencialidad implica saber que el más simple alcohol en gel tendrá que salir de rifas, colectas o donaciones, las cuales se sumarán a las que hace años vienen organizando las escuelas para poder tener tizas, paredes pintadas y picaportes —cuando no hojas, lápices o bancos para sentar a los alumnos—. Una cruel infraestructura que supone la administración diaria de la precariedad: cloacas, pozos ciegos que se anegan, ventanas que no abren, baños a prueba de valientes o patios que parecen campos minados. Emprendedorismo en todo su esplendor se hace a diario en las escuelas.

Si bien ese parece ser el problema de las escuelas de gestión estatal, vale recordar que la gestión privada tampoco se encuentra en óptimas condiciones. Con un promedio de 35 alumnos por grado, también adolece de aulas y, en general, cuenta con patios chicos donde ya los recreos previos a la pandemia se resolvían con rotaciones de grupos o turnos para el comedor. Estas son algunas de las escenas más frecuentes de las que no se habla y que, desde ya, no contribuyen a garantizar la seguridad sanitaria que la escuela en pandemia necesita. No son excepciones. Otro capítulo es el docente-taxi, que va de escuela en escuela para cumplimentar las horas que le permiten hacer su sueldo. En pandemia, solo imaginarlo da miedo.

Si la infraestructura edilicia es la gran debilidad, la virtualidad no está mejor. El país había iniciado una política al respecto, pero a lo largo de 2020 quedaron claros los efectos de haberla discontinuado. Ni tiempo, ni espacio para evaluarla. Sencillamente finito. Entonces, cuando más la necesitábamos, nos encontramos con familias recibiendo las tareas por mensaje de texto, docentes que no cuentan con la infraestructura tecnológica ni en la escuela ni en sus casas para dar clase y regiones enteras del país donde la conectividad depende de cómo dobla el viento. La imagen del alumno-antena parabólica fue la menos hablada de 2020, pero la que más debería interpelarnos.

Trasladar la responsabilidad a las escuelas, llamarlas en nombre del compromiso y la participación a hacerse cargo sin contar con los más mínimos recursos para hacerlo es, si no cruel, entonces cínico. La política del “tú puedes” asume formas simpáticas e, incluso, puede ser efectiva para algunos titulares, pero no hace más que horadar una institución a la que cada vez necesitamos más y pedimos más, pero a la que no parecemos muy dispuestos a poner en la agenda pública más que para reclamar que sigan atando con alambre.

Instalar el debate en la dicotomía “abrir o no abrir las escuelas” es simplemente banal y la educación no puede quedar presa de tamaña banalidad. La cuestión, entonces, es detenerse a pensar, preguntarse por las condiciones que deben garantizarse para que la vuelta a clases sea un hecho responsable y no un acto de arrojo o buena voluntad.

Si resulta que esta vez realmente coincidimos en que la escuela es importante, entonces debemos instalar en el centro del debate la pregunta por la educación pública. No solo por lo que le pedimos que haga, sino —y muy especialmente—, por lo que hay que hacer para que no siga quedando a la deriva de tropezones y desigualdades. Porque si la vuelta a clases va a pender del hilo del “háganse cargo”, los resultados podemos escribirlos de antemano: serán un hito más de negligencia maligna.