Las leyendas de “Cien años de soledad”, entre ellas el misterio de por qué García Márquez nunca regresó a Buenos Aires

Todos los amantes de la obra de Gabriel García Márquez deben conocer la anécdota: en septiembre de 1966, después de trabajar 18 meses como un galeote en “Cien Años de Soledad”, Gabriel Márquez fue a la oficina de correo más cercana de su casa en Ciudad de México para a enviar a Buenos Aires el voluminoso manuscrito de casi 500 páginas.

Una vez allí, él y su esposa Mercedes descubrieron que sólo tenían dinero suficiente para enviar la mitad. Recontaron los billetes y las monedas, volvieron a pesar las hojas. Pagaron. Y sólo se fue la mitad.

Regresaron a su casa, empeñaron los únicos electrodomésticos que les quedaban -el secador, el calentador y la batidora- y volvieron para enviar el resto.

La máquina de escribir que tipeó Cien Años de Soledad

Al salir de nuevo -según recordaría múltiples veces Gabo- Mercedes descargaría en una frase todo el peso que llevaba 18 meses acumulándose en su corazón:

-Lo único que falta ahora es que la novela sea mala.

Mito y realidad

Como muchas otras escenas en su vida, es posible que Gabriel García Márquez haya fabulado la realidad para hacerla más atractiva: “la vida no es como uno la vivió, sino como uno la recuerda y cómo la recuerda para contarla”, dijo famosamente en el epígrafe de sus memorias.

Y no sería la única vez que sucedió con “Cien años de soledad”.

De hecho, García Márquez se cuidó de que el origen mismo de la novela se hundiera en la bruma del mito.

En el artículo “La novela detrás de la novela”, publicado en la desaparecida revista colombiana Cambio en 2002, relató así el origen de la obra:

“De pronto, a principios de de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y desgarrador que apena si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad:

-Yo también cuando sea grande voy a matar vacas en la carretera.

No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: ‘Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo’. Desde entonces no me interrumpí un sólo día, en una especie de sueño demoledor, hasta la línea final en que a Macondo se lo lleva el carajo”.

Exactamente 20 años antes, en “El olor de la guayaba”, libro de conversaciones con su amigo Plinio Apuleyo Mendoza publicado en 1982, Gabo había dado una versión aún más fabulosa de lo ocurrido.

“(…) Un día, yendo para Acapulco con Mercedes y los niños, tuve la revelación: debía contar la historia como mi abuela me contaba las suyas, partiendo de aquella tarde en que el niño es llevado por su padre para conocer el hielo.

– Una historia lineal

– Una historia lineal donde con toda inocencia lo extraordinario entrara en lo cotidiano

– ¿Es cierto que diste media vuelta en la carretera y te pusiste a escribirla?

– Es cierto, nunca llegué a Acapulco”.

La famosa portada

En su biografía de Gabo (“Gabriel García Márquez, una vida”) el británico Gerald Martin le da, por supuesto, más credibilidad a la versión de que la familia siguió su viaje a Acapulco, donde el escritor tomo extensas notas sobre el tema. Sin embargo añade: “sea cual sea la verdad, desde luego ocurrió algo misterioso, por no decir mágico”.

Y es que, 50 años después -la novela fue publicada en mayo de 1967- la historia de cómo se escribió y publicó “Cien años de soledad” parece rodeada de un halo mágico.

Desde el nombre del cuarto en el que la escribió (la “cueva de la mafia” en el número 19 de la calle de La Loma en el barrio San Ángel de Ciudad de México), hasta la portada que tuvieron que improvisar para la primera edición -con un galeón azul contra un bosque espectral y unos lirios amarillos- porque la diseñada por Vicente Rojo (con la famosa E al revés en el título) no alcanzó a llegar a tiempo. Se utilizó para la segunda edición.

En el mencionado artículo, Tomás Eloy Martínez dice que vio el momento exacto en que la fama cayó sobre García Márquez “como un rayo”. Así lo describió:

“Aquella misma noche fuimos al teatro del Instituto de Tella. Estrenaban, recuerdo, “Los siameses” de Griselda Gambaro. Mercedes y él se adelantaron a la platea, desconcertados por tantas pieles tempranas y plumas resplandecientes. La sala estaba en penumbras, pero a ellos, no sé por qué, un reflector les seguía los pasos. Iban a sentarse cuando alguien, un desconocido, gritó “¡Bravo!”, y prorrumpió en aplausos. Una mujer le hizo coro: “por su novela”, le dijo. La sala entera se pudo de pie. En ese preciso momento vi que la fama bajaba del cielo, envuelta en un deslumbrado aleteo de sábanas, como Remedios la bella, y dejaba caer sobre García Márquez uno de esos tiempos de luz inmunes a los estragos de los años”.

La vida de Gabo nunca volvió a ser igual. Y jamás quiso regresar a Buenos Aires.

Eso también forma parte de la leyenda que rodea la publicación de “Cien años de soledad”.

No se conoce una explicación del propio García Márquez, pero según el diario Página 12, Jaime Abello Banfi, amigo cercano y director de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, trató de dar una respuesta en la Feria del Libro del 2015 en esa ciudad.

“Cuando terminó La hojarasca, le envió el manuscrito a Guillermo de Torre, de Losada, quien le recomendó “que no debía dedicarse a la literatura”. (La obra, la primera novela de Gabo fue finalmente publicada en una pequeña editorial colombiana). “El director de la FNPI opinó que luego de esa experiencia, Gabo podría haber dicho: “Hay que tener cuidado con Buenos Aires, quizá te haga sufrir”.

Como sea, la capital argentina está indisolublemente unida a la leyenda de “Cien años de soledad”.