Magia pasajera

En cuanto las causas del atraso y el subdesarrollo argentinos no se remedien, cada vez habrá menos posibilidades de hacer malabarismos técnicos y aplacar los efectos de las crisis

Por Vicente Massot

De pronto, como sea, la brecha entre el tipo de cambio oficial y aquellos que definen a los mercados paralelos o informales —el contado con liqui, el MEP y el blue— se achicó de manera considerable en el curso de las últimas dos semanas. 

En consonancia con el fenómeno citado, subieron las acciones argentinas (ADR) en Wall Street y tuvo un leve deslizamiento el riesgo país. 

Basta comparar el valor del blue del pasado 23 de octubre —con un pico de $ 195 por dólar— con el menor valor de esta semana—en $ 149— para darse cuenta de que las medidas tomadas por el titular de la cartera de Hacienda, con base en la venta de bonos en dólares —en realidad se abonan en pesos— y de los dollar linked —emitidos en pesos pero atados a la deriva del tipo de cambio oficial— han cumplido con las expectativas del gobierno. Dicho de otra forma, hasta el momento fueron exitosas en razón de que se ha buscado ganar tiempo. Nada más.

Que la brecha cambiaria haya pasado de 150 % a menos de 90 %, en apenas 15 días, es algo que no deja de impactar.

Sólo que, así como no es oro todo lo que reluce, así también, en este orden de cosas, resulta necesario distinguir lo estructural de lo circunstancial. Es claro que la administración kirchnerista se ha fijado la meta táctica de llegar al próximo mes de abril, sin necesidad de devaluar. El cuarto mes del año que viene no es fruto de un capricho. Entonces, por razones cíclicas, crecerán las exportaciones de soja y de maíz y se incrementará el ingreso de divisas del complejo agrícola. Esa es la apuesta del oficialismo, cuyo resultado no está escrito en ningún lado.

La brecha del tipo de cambio —que durante meses le ha quitado el sueño a Alberto Fernández y que, de no haber sufrido la caída de la cual venimos hablando, habría obrado casi seguramente el despido del responsable del manejo de la economía nacional— es solo un síntoma que sobresale y delata un mal profundo. La enfermedad, que es el problema real, corre por cuerda separada.

asuncion de raul alfonsin
Alfonsín, heredó los desequilibrios económicos generados durante la dictadura `76-’83

Planes de estabilización y ajuste

Desde la década del cincuenta del siglo anterior hasta el presente, nuestra historia registra tres casos de gobiernos que —frente a crisis de distinta magnitud— pusieron en marcha planes de estabilización y ajuste.

Juan Domingo Perón terminó con el despilfarro distribucionista que él mismo había generado cuando convocó a Alfredo Gómez Morales, en 1952. María Estela Martínez de Perón cerró en 1974, muerto su marido, el ciclo desastroso encabezado por José Ber Gelbard, y respaldó a Celestino Rodrigo.

Por último, Raúl Alfonsín, en 1985, despidió con elegancia a Bernardo Grispun y compró el libreto que pondría en marcha Juan Sourrouille.

En todos estos episodios hubo una toma de conciencia respecto de los riesgos que existían si no se daba un volantazo y se clausuraban los experimentos estatal–populistas puestos en marcha en los comienzos de las respectivas administraciones.

Si bien las causas de los fracasos en los que culminaron resultan de diferente índole, hubo un común denominador entre ellos: ni Gómez Morales, ni Rodrigo ni tampoco Sourrouille atacaron la cuestión de fondo.

Este breve racconto histórico viene a cuento del desafío que enfrenta la alicaída gestión de Alberto Fernández. Bien está entusiasmarse por el cambio de tendencia de la brecha, a condición de que la alegría sea asumida por los funcionarios públicos como pasajera. Descorchar champagne porque el paciente que acusaba cuarenta grados de fiebre —tratado con un cocktail de comprimidos e inyecciones antifebriles— ahora registra 38º, representa una insensatez.

En todo caso los festejos habría que dejarlos para cuando la infección haya desaparecido. Faltan seis meses antes de que en abril comiencen a fluir nuevamente los dólares. Medio año, en medio de la situación por la cual atraviesa el país, es una eternidad si el equipo liderado por Martin Guzmán se conforma con un poco de magia, de suyo fugaz.

En teoría, mucho más importante que cerrar la brecha era el acuerdo con los tenedores de bonos. A la ciudadanía en su conjunto se le hizo creer que, si se lograba, significaría un antes y un después en punto a las estrecheces del fisco y al pobre crecimiento de la actividad económica.

La algarabía que estalló cuando las dos partes —tras largas negociaciones y no pocos cortocircuitos— llegaron a buen puerto, fue efímera. El capital que se había conseguido por un lado, se perdió —casi al mismo tiempo— por otro.

Lo cual demuestra que, en tanto y en cuanto las causas del atraso y el subdesarrollo argentinos no se remedien, cada vez habrá menos posibilidades de hacer malabarismos técnicos y atemperar los efectos de la crisis.

Por supuesto que es posible vender bonos atados al dólar y durante un par de semanas o de meses domar la brecha. Pero luego hay que asumir las consecuencias. En este caso particular, el costo fiscal que tiene, sin contar el drenaje de reservas que sufre el Banco Central, el aumento del índice de inflación y el proceso recesivo que, no solamente sigue su curso sino que se profundizará de la mano de estas misma medidas.

Los recursos del FMI

La nueva moda, alentada por el oficialismo y comprada a libro cerrado por algunos medios de comunicación y economistas, es alentar las nuevas negociaciones con el Fondo Monetario Internacional como si fuesen una suerte de talismán capaz de obrar milagros. Supongamos, al menos por un momento, que entre el staff de la búlgara Kristalina Georgieva y la gente de Martín Guzmán se fumase la pipa de la paz y que acto seguido —o quizás antes de sentarse a la mesa con el FMI— se anunciase un plan cuya meta en términos del déficit fiscal fuese inferior a la que ha trascendido, de un 4,5 % del PBI.

En tren de tejer conjeturas optimistas, ricemos el rizo e imaginemos también que el presidente de la Nación, en un arranque de sensatez, decidiese tirar al tacho de la basura el proyecto de ley del impuesto a la riqueza y poner fin a sus coqueteos con el régimen chavista.

¿Eso le devolvería al gobierno el bien más preciado —la confianza— que ha perdido en el camino por efecto de sus equivocas posturas ideológicas, sus ataques al empresariado privado y sus medidas a contramano del mercado? 

De más está decir que —si todos esos pasos fuesen dados— algunas de las condiciones necesarias para salir a flote se facilitarían. Aunque permanecerían inalcanzadas —como siempre— las condiciones suficientes, que desde hace ochenta años nadie se ha animado a tratar.

Si en lugar de soñar nos apegamos a la cruda realidad, lo que se halla a la vista es un intento de esquivar la devaluación y de gambetear el ajuste más duro con arreglo a políticas públicas de corto plazo. 

Es verdad que en el rumbo que ha tomado el gobierno parece existir un grado mínimo de sentido común y de realismo, desconocidos hasta ahora en la gestión que ha llevado adelante Alberto Fernández. 

La devaluación

Las sucesivas administraciones que se han sucedido desde 1945 a la fecha —civiles y militares, de derecha y de izquierda, peronistas, radicales o liberales— en mayor o menor medida apelaron siempre a la devaluación para corregir los excesos de gasto que no estaban dispuestos a cortar de cuajo.

En lugar de extirpar, el mal le pusieron paños fríos que, a la larga, no sirvieron de nada.

Lo que  intenta hacer Martín Guzmán no es muy distinto de lo que se ensayó sin éxito en décadas pasadas. De momento no devaluó pero en su cabeza no está ninguna de las tres grandes reformas estructurales, necesarias para salir del estancamiento.

En términos laborales e impositivos se ha retrocedido, y en punto al dilema previsional el proyecto de ley que ha trascendido no deja de resultar un parche.

Después de todo, sería pedirle peras al olmo que un equipo con estos antecedentes y anclajes ideológicos fuese capaz de delinear un plan de estabilización ortodoxo. Eso no va a suceder, lo que no quita que, barriendo la basura debajo de la alfombra, pueda gambetear por unos meses más los efectos de la crisis.